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Relatos de Qíahn: Qíahn Tactics (XII)

Relatos de Qíahn: Qíahn Tactics (XII)

Capítulo II, entrega 12

La atractiva y desenvuelta camarera, de piel rojiza como la arcilla, pasa a un palmo y les echa otra ojeada. Al joven se le seca la boca y enmudece al ver a Almah, toma con ambas manos la bebida y se moja los labios. Cuando vuelve en sí, retoma el diálogo con un ímpetu desmedido.

— ¿Y los bardos?, ¿qué piensas de ellos, minero?, ¿escuchaste, en sus cantos — entusiasta —, las voces del pasado?

— Ambos sabemos que uno puede oír a los bardos, de ahora y de siempre, pero escucharlos es distinto. Apercibirse del eco de sus canciones sería…

— “Harina de otro costal.”

— ¿Qué?

— Pues, hum, es una expresión arcaica. La leí de un libro de los de papel folio y…

— Interesantísimo — alza su jarra —. ¡Folios, hojas impresas! Pocos escuchan a los bardos cantores, pero el tema es — bebiendo — quién se atreve a responder el canto del bardo.

Pausa y trago. El minero le mira a los ojos.

— Los bardos de Qíahn cuentan la leyenda de los dragones a quien desee oírla. Su poesía conmueve, inquieta y deleita al pueblo. Otro cantar es mencionar siquiera al Dragón Dorado en un poema, pues la magia del espíritu que en él pervive está prohibida por los dioses y solo ellos pueden usarla — le clava los ojos —. Entenderás por qué el único dragón que domina esa energía extraordinaria represente una amenaza, además de una provocación, cada vez que sobrevuela a su antojo la moneda. Es perseguido por algunos, temido por todos.

Arrimándose al divago, que le atiende intrigado, le habla pegado a su oreja.

— Entre los contados bardos que se atreven con la historia del Dragón Dorado, se encuentra Tárkelor: un humano con el aura de un ser sobrenatural. Sabe mucho, tanto como los dragones, y su voz transmite un conocimiento absoluto; una pena insondable, sus recuerdos. Si das con Tárkelor y le apetece, te atenderá. Si le incordias, sus pupilas te sumirán en una profundidad tan honda que haría derrumbarse a la propia guadaña.

De repente, un murmullo creciente y el ajetreo notable en la entrada retumban en las paredes del pabellón. El runrún de las conversaciones es interrumpido. Algo ocurre. Desde algunas mesas se han puesto en pie los mentalistas y se comunican sin mover los labios, los niños permanecen inmóviles. Un médico sinérgico con coleta y pantalones acampanados acude a ver qué pasa cuando, con los brazos en alto y los puños cerrados, con la boca apretada, emerge de la muchedumbre el casco descuernado de un nano y pregunta al de los primeros auxilios por el minero libre.

El sinérgico le abraza, da palmaditas y ofrece al deán un taburete para que se suba a él y alcance a divisar mejor a quien busca que, por su envergadura, aún sentado en la mesa destaca en el horizonte del pabellón. Este deán de cuernos bien pelados, con túneles a sus espaldas, que no pierde ni una centésima de fracción, es Roc en plena faena. Tiene prisa, el asunto es delicado.

Antes de ser abordado por él, nuestro minero le vio venir y pensó en los flecos del negocio con los comerciantes de nubes. También pensó, y eso sí podría generar un problema grave, que alguna horda de sindiós se hubiera atrevido a sabotear la apertura del Gran Canal.

— Tenemos una fisura en el subhielo — dice Roc.

Respira aliviado y termina de un golpe la bebida. Se levanta de un brinco. Mira la percha de su mesa, se cala el casco ocre y marcha, a paso acelerado, tras el de cuernos mínimos.

Y el divago se queda otra vez a medias, con la boca seca y la historia de Qíahn en suspenso.

Almah, que no pierde detalle, está a su vera e interviene.

— Una emergencia. Sin reserva de subhielo, nos quedamos sin agua filtrada y tendrás que aficionarte al destilado — le pica —. ¡Qué va, que no! Tardará poco en resolverla.

— ¿Tú crees?

 

Fin del capítulo 2 de 3