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Relatos de Qíahn: Próximo, medio, lejano (y II)

Relatos de Qíahn: Próximo, medio, lejano (y II)

Segunda y última entrega de este relato trabajado a cuatro manos, como caracteriza a las historias de Qíahn.

Espero que os haya gustado leerlo tanto como a Andreu y a mí escribirlo.

 

El gigante lanza su puño como un martillo pilón, de arriba abajo, con la fuerza suficiente para partirle el cuello a un buey. El granjero lo esquiva a duras penas mientras intenta sobrepasar a la bestia. Un segundo golpe, de barrido, hace que deba tirarse al suelo rodando hacia adelante, vivo aún, con esperanzas. El tercer brazo del monstruo intenta atrapar al hombrecillo por la cabeza, pero falla por poco. Desequilibrado por su propio impulso, el cíclope trastabilla. El granjero se impulsa hacia adelante, sin detenerse. Pero mientras cae, un manotazo de su enemigo al intentar mantener el equilibrio le alcanza de refilón y lo lanza por los aires. Cae después de un vuelo de varios metros junto al caballero inerte mientras la bestia aplasta con su corpachón un carro al caer y berrea de frustración.

Pradera escupe sangre. Su campo de visión se llena de puntos brillantes mientras nota como algo ha cedido en su costado izquierdo. Mira alrededor, desorientado, y descubre la espada al alcance de su mano, aún aferrada por el caballero caído. Arrastrándose a cuatro patas, se acerca hasta el arma y empieza a tironear de ella para soltarla de la mano de su infortunado dueño, mientras el cíclope brama de ira y lucha por desembarazarse de la maraña de listones en que se ha transformado el carromato. Con lágrimas de rabia se arrodilla para tener mejor agarre del filo y poder liberarlo. En ese instante, nota una mirada: ¡el caballero! Sorprendido, abre los ojos de par en par. El guerrero levanta la visera del yelmo, mostrando un rostro lívido y manchado de sangre.

-No podréis empuñarla si no sois caballero, valiente aldeano -escupe con esfuerzo-. ¡Y por los dioses que he decidido convertiros en uno!

Con gestos de dolor y una determinación en la mirada que el granjero jamás había visto antes, el caballero se quita el guante derecho.

-Ponte esto -vacila el granjero-. ¡Póntelo! -Un cuajarón de sangre aflora en la boca del guerrero.

El aldeano se pone el guantelete metálico, que se adapta a su mano con una perfección insólita. Dirige su mirada al guante y luego al caballero, mientras oye los pasos de la terrible amenaza que regresa a por él.

-Ahora cumplamos con nuestro deber, compañero de armas -murmura dolorido el caballero. Embraza su escudo dificultosamente debido a que su extremidad derecha cuelga inerte, excesivamente dañada para usarla. Mira un momento fijamente al aldeano a su lado. Se gira pausadamente hacia el monstruo, que se levanta lanzando a los lados los restos destrozados del carro. Su mirada se convierte en hielo y fuego. Por primera vez en su vida lo entiende.

-¡Sígueme, granjero!¡Déjame que te guíe hasta la gloria! -. Salta el guerrero forrado de acero y plata, encarado el escudo hacia el titán iracundo, que se lanza correspondiendo a la carga alocada del insecto plateado y el insecto gritón.

De repente, el monstruo duda. El insecto gritón tiene un palo en la mano. Un palo que brilla con un fulgor mágico, iluminando a decenas de caballeros que rodean a los insectos, que ya no son solo insectos sino caballeros, con la armadura del más puro metal plateado de todos los reinos de Cara y Cruz. Un viento que no mueve las hojas de los árboles empieza a aullar en sus oídos.

Pradera se siente más fuerte por un momento. El valor, la determinación, fluye por sus venas. La bestia está titubeando, mira desconcertada a su alrededor, pero él no ve nada más que la destrucción y la muerte que ha sembrado el monstruo. Aferra la espada y carga gritando su miedo, su odio, su amor, su esperanza y su desesperación. Su voz se une a la voz del caballero que corre justo por delante de él, apenas dos susurros entre el fragor de las llamas y el rugido de la bestia, pero el coloso escucha los gritos de caballeros caídos antaño que cargan junto al insecto plateado y al insecto gritón. Aterrorizado, el monstruo retrocede y tropieza con los restos del carro justo cuando el caballero de brillante armadura choca con el escudo contra la rodilla del monstruo, clavando el borde contra la rótula del tamaño de una tapa de cacerola, fracturándola. La pierna herida flojea y el guerrero alza el escudo para descargarlo brutalmente contra el pie del cíclope, que aúlla lleno de dolor y rabia mientras la punta afilada del escudo se hunde hasta el hueso. Cae de espaldas mientras bracea contra el insecto plateado, destrozando con ciega ira escudo, pectoral y huesos.

Pradera, repleto de coraje y determinación, del recuerdo de su pueblo y de sus amigos muertos, guiado por el ejemplo final del caballero, armado con su espada y con aquel último “te quiero”, salta sobre la pierna derecha del monstruo, ancha como una columna. El gigante observa estupefacto cómo la muerte corre a su encuentro e inicia un golpe con dos brazos para espantar a su asesino. Éste salta, más lejos y más alto que nunca en su vida, impulsado por la adrenalina y, quién sabe, por los vientos que no soplan pero agitan su pelo, con la hoja blandida a medio tercio, apuntando al corazón del monstruo, recortándose contra el brillo cegador del sol de la mañana.

El acero penetra profundamente, sajando carne, astillando huesos, partiendo el corazón descomunal de la criatura, que barre con sus brazos derechos a su atacante con una potencia brutal, fruto del pánico y del dolor. El hombre rebota contra el suelo varios metros más allá, destrozado, con las costillas clavándose inmisericordes en sus pulmones, el brazo izquierdo doblado en codos imposibles, la cabeza sangrando profusamente ahí donde las garras han cortado pedazos de carne y rascado el cráneo. Muriendo, pero aún consciente, observa como el cíclope se incorpora para arrancarse la espada de su propio corazón con un rugido de agonía, agravándose más si cabe su herida, ahogándose en su propia sangre pestilente para, acto seguido, colapsarse y caer de bruces, montaña inerte de músculos, cuero y marfil.

Con un gemido agónico, el hombre rueda hasta quedar boca arriba. A su alrededor divisa figuras que antes no estaban. Figuras hechas de aire, fantasmales, invisibles salvo para los que ya no verán más. Caballeros de antaño le contemplan, arrodillados a su alrededor, sin el yelmo y presentando sus armas. El círculo está incompleto. Y por ese hueco puede ver el cuerpo caído del caballero de brillante armadura. En su semblante, igual que en el de los caballeros etéreos, se refleja el honor. En sus ojos, en su último suspiro, el orgullo. Pradera ve esto al tiempo que percibe que el guerrero de plata expira. El círculo de caballeros se completa.

Gira la cabeza al oír un grito angustiado. A través de las etéreas figuras que le rodean vislumbra a su amada Río con Mirlo en sus brazos, corriendo hacia él rota por el dolor, sangrando lágrimas de desesperación. Mientras, Piedra corre con toda la fuerza de sus pequeñas piernas huesudas hacia el monstruo caído.

Su esposa atraviesa el círculo de armaduras, disipándolas como si de humo se tratase. Humo que solo el agonizante Pradera ve desaparecer en la nada. Su vista se nubla antes de que llegue hasta él, pero su llanto le acompañará en el viaje.

-Es mejor así…-musita con su último aliento mientras sus ojos se cierran… para siempre…

 

Epílogo

Las tropas del rey llegan a la aldea destruida. Media docena de caballeros, quince arqueras y una veintena de lanceras. A la cabeza, un Paladín de Aire. Su armadura etérea, plateada, refulge al desmontar con agilidad del caballo, mientras contempla el descomunal cadáver del gigante que se suponía debían neutralizar. La cabeza descubierta de piel oscura contrasta con los colores de su indumentaria, que recuerdan a un paisaje de hielo y nieve. Los supervivientes son escasos en el pueblo, agrupados alrededor de dos hombres que yacen en paralelo, un caballero andante y lo que parece un granjero. Dos cosas le llaman la atención, mientras avanza hacia el grupo apoyándose en su lanza como si de un báculo se tratara. Por un lado, el granjero viste el guantelete derecho del caballero. Por otro, ambos tienen el rostro en paz, sin sufrimiento en la mirada de unos ojos abiertos que miran sin ver. De rodillas, al lado del granjero, son velados por una mujer que ya ha agotado las lágrimas de una vida. En su regazo, una chiquilla de no más de tres años, dormida. A su lado, un muchacho que ronda los siete años, con cara de adulto y un espadón ensangrentado que sostiene inexplicablemente con sus pequeños brazos. El paladín se acerca a él con semblante serio e inclina la cabeza con un gesto seco a modo de saludo y en señal de respeto delante del chiquillo.

-Hijo, entiendo que fueron ellos quienes acabaron con el monstruo -su voz suena a brisa de primavera-. No te preocupes, ambos recibirán un funeral con honores de guerrero.

Se yergue el paladín, alza la vista al cielo y realiza una extraña floritura con su lanza de larga hoja para acabar tocando levemente con la punta de la misma la frente y el pecho del crío. Una brisa proveniente de ninguna parte agita el largo pelo del muchacho.

-Ahora, tú deberás defender esta aldea. -pronuncia solemne. Y, con una voz que recuerda el viento en la tormenta, proclama- Desde hoy, tú también eres caballero.

Y primero él, luego el resto de sus soldados, saludan con sus armas y se arrodillan en señal de respeto.

Fin