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Relatos de Qíahn: Qíahn Tactics (VII)

Relatos de Qíahn: Qíahn Tactics (VII)

Capítulo II, entrega 7

Al bazar, mercado o fireta, depende del túnel de la comunidad a la que accedas, es donde el ciudadano acude para adquirir cuerdas y cucharones, cucas mascota, cucas campanilla, mechas y velas, botas y chirucas, comida deshidratada, comida preparada, juegos de mesa, trozos de espejo, prendas para cubrirse y un sinfín de objetos descubiertos y por redescubrir.

En los coletazos de la etapa de la información intoxicada, con la computerización invasiva y la pérdida de identidad en favor de la apariencia, quedó terminantemente prohibido permanecer en calles, plazas y parques porque allí las personas tomaban el sol, charlaban y, en fin, se reunían. Así que los puntos de compraventa presencial fueron relegados a cotos vedados durante la fase en la que casi nadie veía a nadie cara a cara y, en cambio, era común vigilarse y espiarse entre sí. Familia, amigos y conocidos, sin rostro ni abrazos. Todo eventual, todo virtual.

La humanidad se distraía enviándose frases e imágenes inocuas a latitudes mayores de las que distan nuestras ínsulas. Se rebotaban archivos íntimos a la misma velocidad que eran recibidos y no leídos y, de manera robótica, era educado felicitarse en fechas señaladas con corazones alados, o bien con un crespón difuminado para afrontar una circunstancia adversa y ajena.

Davinç presume que fueron ancianos desde la cuna. Que los últimos dormían y que, a menudo, tragaban píldoras de colores. Que se pasaban la jornada admirando el lento descenso de los copos pixelados de nieve hasta desparramarse en las cadenas montañosas de abetos frondosos y rumiantes bambi y, si les sobrevenía un frío polar o un escalofrío, las paredes de sus habitáculos elecedé les trasportaban a bahías púrpura con palmeras, atardeceres y palmípedos, también de colores, que batían sus alas provocando tales arcos voltaicos que su cromatismo les hacía volver a dormirse… y barbaridades tecnológicas del estilo. La vida sin salir de uno mismo. Una humanidad apoltronada.

La necesidad de encontrarse es otra cosa y Davinç, como la chiquillería de Ínsula Dos, prefiere el gran bazar. Su música le inspira en la búsqueda de especias, minerales, respuestas que no debe regatear. Le respetan. Tampoco discute por el valor de las viñetas en los pliegos de cordel, ni por el de los libros, ni por cada artefacto desechado: drones cometa, taladros neumáticos, discos de pizarra, de vinilo… y es que el entrañable recuperador es un apasionado coleccionista de parrandas y peteneras, entre otros cantes.

En las paradas de intercambio, la copla de las minas se siente a un volumen elevado desde los fonógrafos y los giradiscos que solo él sabe cómo funcionan después de tantos siglos. La voz del cantaor asociada a las cuerdas rasgadas de una guitarra, la auténtica banda sonora del pueblo. Letras que hablan de emboquillar un barreno, de la espera en la bocamina, de desprendimientos que convierten la vida subterránea en sepultura. Hay ancianas centenarias que no recuerdan su nombre, y sin embargo tararean nanas que saben saladas como el pan seco, la anemia, el destilado morado. Una parte esencial del Cambio la explican estas rimas que ahondan en la Tierra a la deriva, en los quebrantos de una supervivencia inmisericorde.

Continuará