Relatos de Qíahn: Próximo, medio, lejano (I)
El relato que iniciamos hoy os sonará. Está escrito sobre la partida de rol emitida en el programa radiofónico Esta noche y tú.
Su autor es Andreu Vadell, un Dragón de Qíahn que ha añadido su arte en forma de diálogos, nombres, un previo y una ambientación en Cara. Sí, porque en la mitad luminosa de Qíahn no todo es tan bonito como lo venden para las gentes humildes.
Disfrutad aquí de la primera de las dos únicas entregas en que está dividido.
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Hace calor hoy. Incluso el sempiterno viento es caluroso y agobiante. Qué asco. Odio esta parte. Normalmente todo es más sencillo. Un campesino asustado te dice dónde está el bicho. Los lanceros y arqueros te lo ablandan. Y luego tú vas y lo rematas en combate singular, previa espera a que esté debidamente cansado después de apalear a un par de muchachos. Y toda la gloria es para mí. Fácil. Rápido. Seductor. Ya sabes…
Pero luego vienen los de siempre. El bocazas, largando simplezas sobre ti. El capitán, que se las cree. El Magister, que tiene ideas trasnochadas sobre las caballerías, sobre lo que significa el ser caballero, sobre el honor y el deber… chorradas.
¿De qué sirve todo eso? De nada. Solo para aparentar. Lo único que cuenta es una buena espada heredada, una armadura convenientemente pulida y un caballo que te lleve a la aventura. Claro, y muchachas complacientes y agradecidas junto a campesinos incultos que te paguen por no hacer nada. Eso sí es vida.
Pero parece que los hay que me tienen envidia. Que dicen que soy un fraude, que solo vivo para la gloria. Más chorradas.
¿Resultado? Aquí me tienes, rastreando un cíclope en las tierras anodinas del Imperio del Viento, lejano literalmente del pueblo más cercano, sin público para que admire mi gloriosa gesta. Maldición. Ya podrían estar medio. O próximo y así acabo antes. Bueno, a ver como lo gestiono.
Ahí está la maldita bestia. Apaleando a un granjero para comerse a sus vacas. O al revés. ¿Qué más da? Pero no entiendo cómo se ha alejado tanto ese campesino idiota de su poblado para apacentar a sus reses. Bah, qué más da. Que coma bien el bicho. Así estará más tranquilo, con menos hambre y más pesado. Esperaré a que estemos más cerca del pueblo, para tener más público. No hay gloria sin espectadores, ya sabes…
¡Maldición! No es manera de empezar el día. Y eso que prometía. Dos palomas mensajeras para desayunar, cazadas con un lazo y un poco de alpiste. Agua fresca de un pozo. Todo bien. Y, de repente, un hito de cercano. Un maldito asentamiento de nuevo cuño. ¡Maldición, maldición, maldición! Se suponía que el próximo pueblo estaba a medio, no a cercano de aquí. Demasiado peligroso, maldición. Tendré que correr. ¡Vamos, estúpido corcel, más deprisa!
¡Ahí delante se ve humo!¡Se oyen gritos! Oh, maldita sea mi suerte, llego tarde. ¡Corre, caballo!¡Ahí está el monstruo! Por la espalda, a todo galope, venga. Espada fuera, escudo en posición y a por él antes de que se gire y me vea… Oh, vaya… maldición…
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Con un poderoso barrido, el cíclope de cuatro brazos destrozó a la vez la montura y la blanca armadura del caballero, desgarrando profundamente la carne bajo el metal y lanzando al hasta hace un momento brillante guerrero a varios metros de distancia, convertido en un guiñapo sanguinolento agarrado a una espada. La poderosa bestia perdió interés en el minúsculo humano al oír el último piafado del caballo moribundo. Con un aullido de victoria se lanzó sobre el desdichado animal, iniciando un macabro festín con los restos sin vida del corcel.
A escasos metros de ahí, entre lo que era hasta hace unos momentos una pequeña casa de labradores a las afueras de Villanueva del Pozo Lejano, un hombre asustado abraza con fuerza casi desesperada a su esposa y sus dos hijos. Con los ojos desorbitados por el miedo, alterna la mirada entre el monstruo, que devora al pobre rocín, y su mujer, quien tapa con una mano la cara de la más pequeña a la vez que intenta sujetar a su hermano con el otro. El muchacho se retuerce en el abrazo de su madre, liberándose con una infantil inconsciencia para mirar por encima de sus progenitores la escalofriante escena que se desarrolla a pocos metros.
-¡Piedra! ¡No! –
Un grito ahogado sale de la boca de su padre, que se arrepiente casi en el mismo momento de haberlo proferido mientras abraza a su primogénito y lo atrae de vuelta a la ilusoria seguridad del pequeño muro derruido. Demasiado tarde. El niño tiene el rostro desencajado por el pánico mientras su padre lo abraza fuertemente en un vano intento por confortarlo.
-Tranquilo, Piedra, hijo mío -susurra mientras cruza una mirada asustada con su pareja- verás como todo se soluciona.
-¿Qué va a ser de nosotros, Pradera? -musita la mujer, con una mirada de desolación que anuncia muerte.
-Los soldados están de camino, Río -contesta el granjero en voz alta, para que le oigan los pequeños-. Ya lo verás, amor, ellos nos salvarán.
El hombre vuelve la mirada hacia el exterior para que su familia no lea la mentira en sus ojos. Él sabe que los soldados están a media jornada de viaje. Sus intentos de enviar palomas mensajeras no funcionaron como esperaba. Los malditos pájaros tomaron direcciones equivocadas sin volver atrás, como si el mismísimo dios del Aire conspirase para acabar con todas sus esperanzas.
El crujido de los huesos del caballo al ser triturados por una poderosa mandíbula lo devuelve a la realidad. Mira a su familia, lo único por lo que alguna vez peleó de verdad cuando fue reclutado por las levas de los Hijos del Viento para combatir la incursión de piratas de más allá del Canto. Su resolución se afirma. Toma una decisión.
-Río, coge a los niños y, cuando yo te diga, corred por detrás de la valla hasta la linde y poneos a salvo junto al pozo, al otro lado del pueblo. Escondeos ahí hasta que pase todo -las palabras intentan sonar firmes y convencidas-. Yo distraeré al cíclope, lo alejaré hacia el otro lado del pueblo y lo despistaré pasando por debajo del granero. Luego me reuniré con vosotros.
-Padre, déjame ayudarte, -dice el muchacho, valiente a pesar del miedo, deseoso de estar junto a su adorado progenitor. La pequeña empieza a sollozar, asustada más allá de sus límites.
-No, hijo mío. Tú debes guiar a tu madre y a tu hermana. Te necesito con ellas para que lleguen a salvo. Eres el que conoce mejor el camino.
-Pero padre… -replica el niño.
-Hijo, confío en ti. Por favor. Por favor…
El niño agacha la cabeza, derrotado. Su padre sabe que cumplirá con su parte. Es obediente y voluntarioso, igual que él mismo. Lo abraza con fuerza y le besa la cabeza con amor. Se levanta empujándolo con delicadeza hacia su madre y su hermana pequeña. Río abraza desde atrás al chiquillo. El hombre se alza en toda su estatura y avanza hacia el centro de la calle.
Empieza a gritar. Agita los brazos. Maldice a los dioses de Cruz por crear, con fuego y tierra, a semejante engendro. El titán deja caer el caballo a medio devorar y se gira hacia la fuente de tanto ruido. La visión de la testa del monstruo es aterradora. La sangre del rocín se derrama por su mandíbula. El granjero nota como las rodillas le flojean por un instante y está a punto de correr despavorido. Pero su familia no está salvo. Se planta firme y recoge una piedra del suelo.
-¡Ven a por mí si tienes lo que hay que tener! -grita mientras le arroja un pedrusco.
El cíclope se levanta en toda su altura, seis metros de músculo, cuero y marfil. Tiene hambre, pero el pequeño insecto no le deja comer tranquilo. Avanza un paso, indeciso, en dirección a esa pequeña molestia.
Pradera entiende la duda de la bestia. Un plan loco nace en su mente fruto del miedo. El enemigo solo tiene un ojo. Si simplemente pudiera…
Recoge otra piedra del tamaño de un puño. El engendro parece que pierde el interés por el pequeño insecto y empieza a darle la espalda. Un nuevo grito del granjero le obliga a girarse, molesto, y empieza a caminar hacia la ruidosa criaturilla. El granjero apunta con más ganas que acierto, lanzando la roca con todas sus fuerzas hacia el único ojo del cíclope. Solo pide un tiro afortunado. Media plegaria apenas musitada. Todas sus esperanzas en ese lanzamiento. La piedra golpea la mejilla derecha sorprendiendo a su objetivo, que parpadea confuso un momento. De repente se da cuenta de que le han golpeado y lanza un rugido iracundo de indignación.
Un momento de duda. El titán se detiene en su avance. Mira confundido a su alrededor y olisquea el aire ¿Qué es ese aroma? ¿Carne tierna? ¿Dulce carne de cachorros humanos? Mira otra vez en busca de ese jugoso bocado. Tiene que estar cerca.
Pradera puede ver la escena completa y siente un escalofrío. Entiende perfectamente qué acaba de ocurrir y lo que sucederá a continuación. Mira a su alrededor, buscando la forma de detener a la bestia que busca a su familia, a sus hijos, a su pequeña Mirlo… ¡La espada del caballero! El destello del sol sobre el metal pulido capta su mirada. Gira la vista hacia su familia. Contempla a su mujer. A su hija. A su primogénito. Menos la chiquilla, todos comprenden lo que va a hacer.
-¡Papá! ¡No! -grita el niño mientras su madre lo aferra con dulzura y firmeza a partes iguales. La niña rompe a llorar ante los sollozos de su hermano. “Gracias a los dioses no lo entiende”, se consuela el granjero en su fuero interno. Cruza su mirada con la de su compañera de fatigas, que le mira fijamente a los ojos. Su cara está llena de amargura. Casi no puede soportar mirarla. Río lo percibe y durante unos segundos cambia completamente el gesto. Una sonrisa repleta de amor, de cariño, de sonrisas y lágrimas compartidas, inunda su rostro. Luego una frase brota de sus labios, musitada, imperceptible para los oídos del granjero pero diáfana para su corazón y sus ojos: “Te quiero”. Pradera responde de igual modo y se aferra con toda su alma a ese regalo mientras empieza a correr con todas sus fuerzas. Salta sobre una pila de escombros acercándose peligrosamente al cíclope. Es tan grande…