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Relatos de Qíahn: Qíahn Tactics (VI)

Relatos de Qíahn: Qíahn Tactics (VI)

Capítulo I, entrega 6

En el transcurso de las siguientes rondas, de las que el divago apenas tomó media docena de sorbos porque prefería el agua filtrada o el zumo de musgo al destilado, se hizo evidente la desidia en las respuestas del minero sobre el saqueo al que, sea por costumbre que por vicio, eran sometidos los túneles zeta. Incluso se abordó nada menos que el tema de la sinergia evolutiva casual con el efecto de aliviar, o remediar, el pillaje y la incultura campante por allí: cómo calmar la sed de mal de los sindiós, por qué las indígenas albinas tienen cara de sueño, etcétera.

A propósito de la piel traslúcida y de la inocencia de estas nativas profundas, él comentó que su madre le había contado que perdieron el polvo de hada que les permitía volar. Según ella, las alas se desprendieron de sus cuerpos, cosa que se podía corroborar tocándoles los hoyitos del omoplato, del mismo modo que las personas dejaron de soñar. Misterios del Cambio.

También quiso sonsacarle un punto de vista objetivo respecto al peligro que desentrañaba destapar un aisladero, y la respuesta fue que todo es relativo: como en el caso de los oblidaderos. El típico cuestionario informal, nada nuevo bajo tierra. Menos mal que al muchacho no se le ocurrió preguntar por dónde andaba el pelotón desaparecido, el duodécimo.

A varias tablas de distancia, Almah lleva un rato considerable amonestando a un nano que bizquea, y gira y gira fuera de sí. Una morenaza invidente, con el ceño y un vestido ceñidos, gafas de cristal oscuro, collares y las uñas pintadas de blanco y negro, al estilo de las teclas de un pianoforte, acerca a los oídos de los contertulios el tercer movimiento de una sonata atemperada que no debería ser bailada. La ebriedad desatada del valiente contrasta con la cadencia de la melodía, que suena cada vez más intensa en el momento de unirse a la pianola un violincete, desafinado.

El minero bebe y suspira, decide cambiar el rumbo de la entrevista.

— A veces tenemos delante la respuesta que anhelamos y a uno le da por buscar más allá en lugar de mirar más acá. Nos enrocamos — asevera.

Apura la jarra. Cambia el tono, de familiar a solemne, y le clava la mirada.

— En cuanto al cuaderno, debiste de haberte fijado en el nombre Qíahn y no en magia, concepto que tanto te atrae. El fondo importa más que su representación, la forma. Como dijiste que les ocurre a las palabras, todo madura y modifica la edad. Aprenderás — desvía su vista a las uñas mordidas del muchacho.

Hubo un sigilo forzado entre ambos, que uno de ellos aprovechó para darle un sorbito al bermejo, mientras resonaba cadenciosa la sonata para violín de juguete y pianola. Mutismo que coincidió con el final del adagio.

El último movimiento es más vivaz, alegre.

— Entonces guía mi lectura — le ruega —, por favor. Háblame de Kián.

— Descuida, te hablaré de Qíahn — paciente—. De Qíahn, lo primero es conocer bien su nombre: una q mayúscula, la i tónica y la a abierta, una hache y una ene: Qíahn. Topónimo peculiar, voz de un lugar que sí existe — mira a ambos lados —. Pero será otro día, en otra cita — se levanta.

— ¿Cómo? No puede ser, pero si no has hecho más que empezar…

— Debo irme a otro sitio. ¡Que el equinoccio te sea plácido, en ocio!

El divago está desubicado. Qué decir, le devuelve el saludo tratando de ser cortés.

— Y solar y tibio, tu solsticio. Gracias por la cita, ¡y buen trabajo!

El minero le ha mostrado la palma de las manos, se ha puesto el casco y se dirige al servicio higienista. Una señora aburrida, que ni pestañea, le devuelve lo necesario para su marcha. Se retira. Se pierde nuestro casco terroso entre el eco de las conversaciones y la gresca de los nanos, el piano de cola y un pequeño violín sin afinar, las piedras erosionadas de una taberna insular.

Aunque por allí aún merodea Almah enfilando sillas, poniendo pintas, sirviendo pocas tapas, retirando rondas. Resolutiva, intuitiva, atractiva. Almah es el aliento, el soplo de aire fresco de La Caverna, y el joven no puede evitar observarla.

Ella lo sabe, merodea a su lado y, a él, le sube por el pecho la arritmia de un pálpito que le hace sonrojarse.

— Te hizo efecto el destilado, ¿verdad? — le pasa un trapo húmedo a la mesa.

— Qué va, no… Si yo, lo que es beber no bebo mucho…

— Déjale irse, no te preocupes.

— El trabajo digdignifica al ciudadano, ya sabes — se traba.

— Claro, claro. Él no es el único que dice tonterías —le guiña un ojo y se da media vuelta.

— Oye, oye, ya que le conoces bien. ¿Crees que volverá?

— Habéis congeniado, seguro. Además — bromea — te ha dejado pagar la bebida, y eso que tomó varias jarras. Es buena señal. Habrá más encuentros entre vosotros.

Fin del capítulo 1 de 3