Relatos de Qíahn: Qíahn Tactics (V)
Capítulo I, entrega 5
Desde un ángulo de la taberna, en el reservado contiguo a los baños, una unidad de prospección está jugándose la bebida. Estos nanos desempeñan las tareas más laboriosas desde su reducido tamaño, sea por desnutrición que por trastornos endocrinos; ellos, adictos al cachondeo, dicen que el Cambio les obsequió la estatura ejemplar para una vida subterránea.
Ahora juegan: esconden los puños con minerales detrás de la espalda, el izquierdo suma y el diestro resta. Mueven la cabeza, hacen pedorretas y, cuando los sacan y muestran sus rudas y hábiles manos, enumeran los pedacitos de pirita, de basalto. Unos se carcajean, otros imitan a una cuca boca arriba y el rostro circunspecto de Roc, con su casco puesto. Roc es el deán de cuernos desgastados, quien no puede pasar del metro y treinta centímetros y no hace otra cosa que eructar. El divago espera a que afloje la escandalera para proseguir con su explicación.
— Lo de “Nada es nunca lo que parece…” es una sentencia que recuerdo de mi madre. Conocía refranes, dichos populares, tautologías. Mi madre hablaba muy bien y pronunciaba mejor. Ella se sabía de memoria las andanzas de las personas que leyeron bien los libros — toma aire —. Como sabes, en los albores de la digitalización del pensamiento, cuando la infoxicación redujo la cultura a cero y fueron expurgadas a conciencia papirotecas, fonotecas y holotecas — respira —; entonces, con la idea de preservar la memoria colectiva, un grupo notable de mujeres, adolescentes y hombres, afrontaron semejante deshumanización convirtiéndose en literatura.
El divago traga saliva, el minero le atiende.
— Aprenderse una novelita, un poema extenso, un entremés o un ensayo, palabra por oración, no es fácil. Alteras adjetivos, confundes tiempos verbales, recortas versos. Es por esto que “… y, si fuera o fuese, no serviría dos veces”.
Silencio.
— Ya ves, yo soy rastreador divago y no se me permite abandonar esta ciudad hasta culminar mi formación. Después, con suerte, me destinarán a otra ínsula emergente y gastaré mis fracciones de asueto dándole vueltas a historias ajenas, a la vida de los demás.
— No sé adónde quieres llegar.
— Pues que tú, tú eres minero y en cambio vas adonde quieres. De aquí para allá, ves mundo.
— Abro nuevas vías y descubro galerías, engraso las turbinas del aire renovable, reviso la temperatura del gas para la extracción del grafeno laminado, apruebo la calidad de la arenilla en los relojes… Sí, soy minero, llevo un casco ocre y, a pesar de haberme ganado el calificativo de libre, dentro de unas buenas jarras tengo que hacer mis deberes. ¿A qué me has citado?, ¿a decirme que no extraigo carbón del centro de la Tierra o qué?
— Disculpa mi incontinencia verbal. Abusé de la cantidad de información emitida. En lugar de escucharte, va y me salto — carraspea — al menos una máxima conversacional. Me es difícil callar, si estoy a gusto. Perdona, permíteme concluir — vuelve a carraspear —. Quería decirte que las palabras varían de acuerdo al contexto, a la situación, y en este sentido creo que la figura del minero contemporáneo recuerda a la del antiguo aventurero. Eso quería expresar. De boca en boca, las palabras evolucionan. Mudan su carga semántica y el significado original sugiere, connota, y por arte de magia nacen acepciones distintas… Lo siento, otra vez — entorna los párpados.
Continuará