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Relato especial: Sant Jordi 2015

Relato especial: Sant Jordi 2015

Jueves 23/04/15, festividad de Sant Jordi.
Dejadme celebrarlo con vosotros con un relato especial de Qíahn que he perpetrado en solitario, un tanto desenfadado, pero con información jugosa sobre el universo.

El caballero volaba a lomos de su corcel. “¡Ojalá tuviera un pegaso!” – maldijo para sí mismo – “¡así llegaría antes!”. Pero luego recordó las dimensiones de su cuerpo, grande, de más de dos metros de alto; y la magnitud de su poderosa armadura, negra como Cruz, su mundo, salvo la melena de león teñida de rojo como la luna Norte, la morada del dios Fuego. “No. Mejor mi fiel alazán de guerra.”

Llevaba horas comiendo polvo. No era para menos: la hija del señor de esas tierras, una jovencita de no más de quince años, había sido secuestrada por un dragón de tierra. Eso no cuadraba con el comportamiento habitual de dichas criaturas. Y es que a pesar de figurar como los segundos dragones más grandes, sólo superados por el mismísimo Dragón Dorado, eran seres de lo más tranquilo. Incluso reflexivos. O al menos eso le habían contado, pues era su primera gesta como caballero cazadragones.

“¡Sooooo!” – gritó a su montura. El camino estaba sembrado de restos. Sospechaba el origen de tanto desorden y no era cuestión de lesionar al caballo por un mal paso, así que desmontó para confirmarlo. Era el vigésimo tercer día del calendario. Sólo dos lunas alumbraban el eterno firmamento de Cruz: Oeste, la casa del lenguaraz dios del Aire, y la pequeña Sur, morada de la bella diosa del Agua. Eso no ayudaba mucho. Por fortuna se encontraba en el Imperio del Orgullo, suficientemente cerca del Orbe para aprovechar su luz mágica. Su padre le repetía desde pequeño que si se concentraba lo suficiente en algo, los dioses enfocarían su luz sobre él como premio por su esfuerzo. A él no le había funcionado nunca, pero la verdad es que nunca había sido muy inteligente.

“Guerreros caídos… eso o ahora los panaderos fabrican obleas de cazarrecompensas…”– bromeó para sí mismo. El sentido del humor era un mecanismo de supervivencia en la mitad sin sol de Qíahn. Negro, cruel, es verdad, pero una vía de escape a la fatiga de vivir en un lugar tan despiadado. Abandonó sus pensamientos y siguió inspeccionando el terreno. Halló no menos de dieciocho cadáveres, todos recientes, con no más de medio día allí. Iban bien armados, como cualquier partida de buscavidas, pero no parecían muy expertos: sin cicatrices, con todos los dedos de las manos, sin miembros amputados. Debía ser alguna de las muchas partidas de caza llegadas a la zona, atraídas por la ingente recompensa en títulos, oro y fruta, ofrecida por el noble. Sin duda se habían entrometido en el camino del dragón, nunca mejor dicho, y este los apisonó sin piedad.

Reanudó la marcha sin perder de vista el tamaño de las huellas. Ahora sabía que su enemigo era muy joven, de no más de doce metros de largo. Por fin entendía la razón de que se hubiera alejado tanto de Canto, el santuario de todos los de su especie. Una criatura más grande hubiera despertado la atención de las autoridades. O peor, de los cazaexhalantes, siempre dispuesto a apresarlos en su tiempo vacacional. Daba por hecho que se había servido de su habilidad como tuneladores, aunque muy larga debía ser la vía por la que había llegado sin ser visto, eso o corría demasiado para ser capturado, otra de sus virtudes.

Una hora más de cabalgada y allí estaba: el Despeñadero de los Poetas. Curioso nombre. Le intentaron explicar su origen, pero él se cambió de taburete y pidió otra ronda. Sólo retuvo que estaba plagado de túneles, un verdadero laberinto, donde tocaba andar con cuidado.

El caso es que había seguido al pie de la letra las directrices del mago de la aldea. Él y sus cuervos gigantes tenían fama de matar poco a poco y de vender buenas pistas. Lo primero prefería no comprobarlo; lo segundo era un hecho, pues a pocos metros, entre múltiples entradas al subsuelo, distinguió la que el hechicero le había indicado: una con letra P grabada en la roca. “¿Qué significará?” – se preguntó – “¿Pasa? ¿Para? ¿Penumbras?” Daba igual. Ya estaba allí y no era cuestión de acobardarse. Un dragón no podría ser peor que diez batallas y él las llevaba encima.

En Cruz todos veían bien en la oscuridad (a la fuerza ahorcan). Aún así el túnel se le antojaba demasiado ominoso. Cogió su lámpara luciérnaga y la agitó unas cuantas veces. Los bichitos de su interior comenzaron a brillar y en nada su luz iluminaba la gruta en un radio de tres metros. Eso le tranquilizó, pues había dejado su caballo en la entrada (sin atar, por supuesto, por si debía defenderse de alguna alimaña) y esas criaturitas daban algo de calor y de compañía. Él mismo las criaba en su granja de luciérnagas; para uso propio, faltaría más, porque su comercialización ilegal estaba penada por la ley.

Descendió con el farol en una mano y con la otra libre, por si acaso. Caerse no entraba en sus planes y su armadura no facilitaba las maniobras. Sus dos hachas, descomunales, permanecían en la espalda, listas para ser desenvainadas con rapidez… aunque por el momento se limitaban a dejar sendos surcos en los costados de arenisca del túnel, cuando no en el techo.

“¿Eso es una carcajada?” – se preguntó mientras se detenía para escuchar. Sí, en efecto, una risa de felicidad que se interrumpió a continuación para hablar o recitar algo. No había duda: la voz pertenecía a una joven y estaba cerca, en una pequeña caverna iluminada con pequeñas antorchas, al final de ese pasadizo. No sabía si alegrarse o ponerse a llorar. Llevaba poco andando por ese pasaje, repleto de bifurcaciones. “Siempre recto o a la izquierda” – como le aconsejaba su madre cuando iba a buscar agua al pozo en medio del bosque, aterrado por si al día siguiente sería ella quien haría otra muesca en la Vergüenza de los dioses, el menhir de granito que los pueblos más osados alzaban en la plaza central.

“¡Ya estoy divagando otra vez! ¿Pero qué me pasa? ¡Ni que fuera de Cara!” – se amonestó con firmeza. Dejó la lámpara en el suelo, cobijada entre rocas para aplacar su luz, con cuidado para no romper sus paneles de cristal. Luego echó sendas manos a la espalda y sacó con delicadeza las dos armas. Su entrenamiento, unido a su ventaja de ambidextro, hacía que sus movimientos fueran rápidos, precisos, gráciles como los de un bailarín. En sus guantes de batalla, las dos enormes y sólidas hojas parecieran etéreas, y eso era una ventaja en combate… y una desventaja en los campamentos, con tanta broma sobre “mira al bailarín, ¡parece de Cara!” (nada que una colleja de camaradería, de esas que dejan inconscientes a los graciosos, no pudiera arreglar).

Resopló, tensó los músculos y anduvo el puñado de metros que le separaban de la voz. Justo al final del túnel se irguió y gritó:

– ¡Aléjate de ella, vil criatura! ¡No te atrevas a seguir mesmerizándola con tu magia impía!

Y lo hizo sin darse tiempo siquiera a ver si allí había chica, dragón o una panda de goblins jugando al mus. “¡Qué bien me ha quedado! ¡Con lo que me costó aprenderlo! ¡¡Y de un tirón!! Si mis padres me hubieran oído…”– continúo, ya en voz tenue. Pero no tan baja para que el dragón, porque dragón había, no lo escuchase. Así que caballero y jovencita, porque jovencita había (no, no había panda de goblins jugando al mus) tuvieron la suerte de presenciar atónitos como la criatura retorcía de risa sus doce metros de largo. Y lo hacía sobre pergaminos, tablillas, libros y demás instrumentos escritos, esparcidos hasta el infinito por toda la zona.

Caballero y chica cruzaron miradas. Tras el primer instante ella le miró como esperando una respuesta, sin bajar el brazo que sostenía el libro en pose de recitar. Él no pudo evitar encogerse de hombros, sin saber qué decir, pues su fuerte no eran las mujeres y menos las que leían, las más peligrosas con diferencia.

Mientras tanto el dragón había recobrado la compostura. Se había acercado un poco. No estaba en guardia, sino más bien confiado, con la curiosidad propia de su raza a esa edad. El caballero sabía que estaba muy mal visto matar dragones. Ese era el motivo de llevar emponzoñadas las dos hachas, una de las especialidades del conjurador y sus cuervos. El veneno era utilizado por los mismísimos cazaexhalantes y adormecería a la víctima sin problemas. Más valía porque le había dejado sin dinero, aunque la perspectiva de la recompensa y del tesoro que todo dragón custodia (eso dicen), le consoló mientras soltaba hasta la última de sus monedas.

– No me lo digas: os ha enviado mi padre – dijo la jovencita.
– Sí – respondió el caballero.
– Y habrá ofrecido una recompensa por mí – siguió ella.
– Sí – contestó él.
– ¡Pues no pienso regresar a casa! Estoy harta de salir a escondidas para poder leer. Y este dragón ha resultado ser el mejor amigo que he tenido nunca. ¡Y sólo hace un día que nos conocemos!
– Emm, pero, estáis en peligro. ¡Este ser acorazado alberga en su interior…!
– ¡No os lancéis otra vez, caballero! – le gritó ella, mientras el dragón comenzaba a esbozar la sonrisa previa a todo final de buen chiste, listo para retorcerse de risa de nuevo – Este ser, como vos decís, sabe leer y escribir. ¿Sabéis vos?
– Bueno, yo… soy lector, pero no practicante.
– Pues haríais bien en deteneros un momento a reflexionar, aunque sólo sea porque no tenéis ni una posibilidad de salir airoso de aquí. Anda, acercaos.

Algo similar había pasado por la mente del caballero. El bicho era mastodóntico, más fuerte, blindado y rápido de lo esperado. Evidentemente las hachas no mellarían su piel rocosa (valiente timador, el mago del pueblo) y correr no era una opción, así que envainó las armas, mostró las palmas de las manos en señal de buena voluntad y caminó hacia la chica.

El tercero en la escena hizo lo propio, para intranquilidad del caballero. Pero la joven acarició el hocico del dragón, grande como un rocín entero, y éste sonrió de agradecimiento. Eso animó a nuestro héroe y quiso emular el gesto, pero el morro se abrió dando paso a un par de tremendas filas de dientes masticapiedras y a un gruñido amenazador. Eso fue justo antes de que nuestro infeliz cayera de espaldas del susto, y de que el dragón bromista se riera por su jugarreta.

Lo que sucedió a continuación será negado por nuestro caballero hasta el final de sus días. Resultó que lo pusieron a leer, pues comprobó que los dragones de Qíahn (al menos los de piedra), no matan ni asesinan por placer. Ni mucho menos duermen sobre montañas de oro, piedras preciosas, perlas y otras riquezas arrebatadas a los humanos. Ellos adoran el conocimiento. Ellos duermen sobre bibliotecas.

Esa es su gran debilidad, pues como el dragón de nuestra historia, arriesgarán su vida para proteger a quienes lean, a quienes escriban, a quienes se interesen. Pero también es su mejor arma, una verdadera amenaza para los dioses, para quienes su visión del mundo DEBE ser la única.

Ahora os toca decidir a vosotros, como siempre en mi universo.

Bienvenidos a Qíahn, lectores: escoged lado, elegid vida.

Feliz Sant Jordi 2015