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Relatos de Qíahn: Qíahn Tactics (I)

Relatos de Qíahn: Qíahn Tactics (I)

Capítulo I, entrega 1

Atravesando en zigzag un túnel olvidado, uno de tantos supervivientes del planeta Tierra caminaba ensimismado rumbo a Ínsula Dos. Andaba tan desinhibido que, cada dos por tres, aminoraba el paso y se detenía a contemplar esas esculturas tan efímeras de los vapores al envolver las estalactitas y estalagmitas de cualquier atajo entre galerías. Y entre nubes, absorto en las imágenes de su pensamiento, el minero libre acudía en paz y puntual a la cita periódica con el rastreador de turno.

En esta ocasión iba directo a la entrevista rutinaria con un divago: ciudadano joven que sabe leer y escribir. La etapa de inserción cívica del rastreador consistía en recoger la oralidad de las comunidades hablantes que agrupa su ínsula o, como se dice coloquialmente, la ciudad araña en la que nació. Es una verdadera faena de campo, la de escuchar y escuchar antes de referir cada historia, anécdota o curiosidad para evitar su pérdida y, desde luego, para recordar con el propósito de aprehender qué ocurrió entonces y cómo empezar de nuevo. Algunos mundos están compuestos de átomos y otros de palabras, suele oírse.

Era de esperar que el muchacho quisiera saber acerca de la naturaleza de ciertos oblidaderos sellados, de los próximos aisladeros por destapar, de la penúltima y caótica evacuación provocada por inoportunas fugas de metano. O tal vez solo pretendía que le detallase los pormenores de la pronta inauguración del Gran Canal, obra patrocinada por los comerciantes de nubes, vía óptima para agilizar la retroalimentación y el negocio del turismo con Ínsula Uno. O, por qué no, puede que le preguntase acerca de alguna desaparición. Aunque las ausencias acaecen desde siempre: personas mayores, luego niñas y niños; después familias enteras, expediciones, incluso campamentos. Todos disipados en la nada.

Quizás este divago había requerido a su instructor jefe la presencia de un minero, el nuestro, con la intención de que relatase otra vez lo del duodécimo pelotón, que sencillamente se esfumó en un abrir y cerrar de puños. Es decir, inmersos en una neblina que emanaba un calor reconfortante, deslumbrados por luces o sonidos de otra realidad, se evaporaron. Y hasta ahí el enigma de aquel pelotón minero de intrépidos cascos anaranjados.

Él estuvo con ellos; de hecho, militó en el doce. Cuando le localizaron en aquella gruta, hecho un ovillo debajo de su capote doble y en plena siesta, comprendió que nadie había hallado pista alguna de sus compañeros. Este asunto le venía a la cabeza casi siempre que divisaba el primer control de acceso a una ínsula.

Continuará