Relato Sant Jordi 2016

Relato Sant Jordi 2016

Sábado 23/04/16, festividad de Sant Jordi.
Por segundo año consecutivo celebro este día con vosotros gracias a un nuevo relato especial de Qíahn, sin dragones pero con mucho girl power!
De nuevo lo he escrito en solitario y sabéis que eso conlleva nula calidad literaria pero mucho corazón (y no me he olvidado de incluir nuevos detalles sobre este tu universo)

Importante: copia y pega el texto en un documento en blanco. Lo leerás mejor y te ahorrarás unas dioptrías.

 

– ¡No, por favor! ¡Otra vez al montón de estiércol no!
La chica suplicaba a las cinco figuras que la agarraban por sus cuatro extremidades, tres muchachos y dos doncellas. Ni siquiera intentaba revolverse o liberarse. No era la primera vez que le ocurría y conocía bien lo inútil que resultaba.
– ¿Si eres tan fuerte por qué no te sueltas? –le espetó el chico más grande de todos.
– Eso. O quizás como eres más lista que todos deberías encontrar la forma de convencernos –río la muchacha morena, de tez altiva y belleza abrumadora.
– La favorita de la maestra de esgrima, ¿eh? ¡Pero sin tu espada no eres nada, verdad! –le soltó con crueldad el más delgado y ágil de todos los varones, gran espadachín.
Ya habían atravesado el acceso al establo, un gigantesco recinto de madera y piedra donde descansaba un centenar largo de monturas. Aún así era el menor de los edificios que conformaban la Academia de Caballería de Ciudad Portal, capital del Reino del Orbe, la más prestigiosa de todas las escuelas de caballeros del mundo de Cara.
– ¿Por qué me hacéis esto? ¡Yo no os he hecho nada! ¡Nada! –sollozaba la prisionera, cuya melena rubia empezaba a enmarañarse con las briznas de paja del suelo de las cuadras.
– Haberte portado mejor conmigo, por ejemplo –dijo la segunda de las féminas, de piel rojiza y orejas pequeñas-. En lugar de hacer nada podrías haber seguido dejándome copiar tus deberes. Sabes que detesto perder el tiempo leyendo y como tú eres tan buena con los libros… -dijo con sorna.
– Bajad la voz –pidió el tercero de los chicos-. Si seguís gritando así nos descubrirán.
– Tranquilo –contestó la rojiza-. Le he dado suficiente dinero a la guardia como para estar toda la noche con esto. De algo tiene que servirme tener un padre noble. ¡Y no vuelvas a ordenarme nada, “Pelón”! Si no quieres ocupar su lugar harías bien en callarte y obedecer. Estás a prueba, recuérdalo.
Él bajo la mirada con resignación, justo cuando la joven a la que asía por la pierna izquierda giraba la vista en su dirección. Durante unos segundos sus miradas se cruzaron. Ella le mostraba su incomprensión, su tristeza. A fin de cuentas no eran diferentes. Disfrutaban de la misma beca de formación. El Ejército de Cara las otorgaba a miles de valientes con ganas de servir como caballeros, pero iban destinadas sólo a familias de origen humilde. Nunca fue plato de gusto para las muchas casas nobles poseedoras de tal privilegio por ley.
Apartó los ojos enseguida. No podría soportar la vergüenza. “Mejor ella que yo”– se repetía, pero con cada paso el argumento perdía aún más valor.
– ¡Hemos llegado! –gritó triunfante el grandullón-. ¡El montón de boñigas más grande de todas las caballerizas! Yo mismo lo he juntado esta mañana pensando en ti, “teniente” –el apelativo desdeñoso con el que se dirigían a ella-, cuando me ganaste en la competición de velocidad –y la miró con tanto odio que ella, horrorizada, no pudo musitar palabra alguna.
– Venga, todos a la vez. ¡Tú también “Pelón”! –ordenó la más bella de las raptoras-. A la de una… a la de dos… ¡y a la de tres!
El cuerpo de la joven voló hacia la montaña de estiércol. Cayó sobre ella con tanta fuerza que casi salpica a dos de los matones. Se hundió completamente en él, pues el perenne sol de Cara mantiene el abono en una consistencia óptima para ese tipo de canalladas.
Por fortuna su cabeza se había liberado del suplicio. Bueno, al menos la cara. “Pelón” le había girado la pierna lo suficiente como para darle cierto efecto al lanzamiento. Eso impidió que se precipitara de bruces. No era mucho, pero a él le había aliviado en parte su conciencia, como no participar en la chanza, en la humillación posterior.
– ¡¿Y ahora qué, teniente?! ¿Dónde están tus galones? –gritaban sus compañeros de academia con alborozo.
– Y esas caderas anchas con las que tan bien te defiendes en la clase de lucha. ¿te ayudan a flotar? –se carcajeaban sus compañeras de clase.
– Pero aún seguirá sin delatarnos, ¿verdad? Aún se creerá eso de deber, honor y liderazgo –compartieron entre sí los cuatro acosadores para a continuación reír con fuerza.
Ella lloraba, sobrepasada por todo. Llevaba demasiado tiempo padeciendo estos actos, estas “cosas de críos” como decían los responsables de todas las escuelas por donde había pasado en su camino hasta allí.
Sólo quería abandonarlo todo. Sólo deseaba morirse. Cerró los ojos esperando que la humillación terminase, que el coro de gritos se apagase:
– ¡Teniente! ¡Teniente! ¡Teniente! ¡Te…

– …niente! ¡Eh, teniente! ¡Despierte por favor!
La mujer se despertó sobresaltada. Frente a ella el rostro borroso de un hombre. El instinto guerrero se impuso. Ni lo pensó. Aferró al sujeto por el cuello y lo hizo rodar hasta quedar sobre él.
– Otra… pesa… agh… dilla –balbuceaba el hombre mientras luchaba por abrir las manos de hierro que lo ahogaban.
– ¡Sargento! ¡Oh, dioses! ¡Lo siento! –la mujer soltó el cuello de su víctima y reculó apresuradamente.
– No os preocupéis, mi teniente –respondió el recién liberado mientras comprobaba si todo seguía en su sitio bajo la cota de malla-. Es difícil no tener malos sueños en el Imperio de la Guerra, esta condenada tierra de muerte. Así aprenderé a despertaros vistiendo la coraza completa –añadió con ironía.
– De verdad, estoy avergonzada -aún desorientada, miraba a los costados agitando las manos como pidiendo espacio y tiempo para despertarse, disculpándose a la vez por lo ocurrido.

Se hallaban en el interior de una jaima cuadrada, con gruesas telas para mantenerla a salvo del fogoso sol de Cara. También había zonas de cuero, preparadas para proteger su cuerpo y cara de la luz, imprescindible para un buen descanso. El mobiliario era mínimo, pero con estilo propio, como buena tienda de caballero: un catre bastante más cómodo que el de la tropa; un espejo grande, de los usados para señales, reubicado como enser de tocador; un pequeño altar para rezar a los dioses; un baúl con sus ropas y pertenencias; un mueble con el manual de caballería del ejército, varios papiros con despachos y órdenes de batalla; un escudo, una armadura completa de placas, un estandarte con el blasón de su casa y una espada: su espada.
Ahora todo tenía sentido. Se irguió con resolución. Apartó el tejido de cuero que cubría la telilla a modo de ventana y dejó a su cuerpo bañarse con la luz de la mañana.

A su espalda, el sargento fue incapaz de apartar la mirada mientras ella alzaba los brazos para recoger su larga cabellera rubia en un moño, más manejable y adecuado en campaña. Su oficial superior se vestía bastante más que él y sus hombres para dormir, pues el calor llevaba una semana apretando como el demonio. Aún así, el camisón blanco dejaba demasiado a la vista al trasluz. Su teniente tenía unas piernas fuertes, algo largas pero bien torneadas. Las caderas amplias, vigorosas, ideales para soportar el peso de la lanza. La espada ancha, musculosa, como esos brazos cuyos bíceps se acentuaban al manipular el pelo. Su rostro era agraciado, pero su melena era la única parte realmente delicada de aquella mujer. No es de extrañar pues el cuidado con el que siempre lo trataba.
Nuestra caballero o caballera, como prefiera vuestra merced, se giró pillando a su suboficial in fraganti. Él apartó rápidamente la mirada y empezó a hablar a borbotones, intentando echar tierra sobre el asunto:
– Os, os he despertado porque una patrulla necesita nuestra ayuda –dijo el hombre, rojo como un tomate del Reino Bendito.
– Sed más concretos, sargento –interpeló ella con voz marcial pero lenta, para que él supiera que la tensión seguía en el aire.
– Por supuesto, por supuesto –continuó-. Un ave de Qíahn ha sido derribada a un puñado de kilómetros de aquí. Uno de los centinelas lo ha presenciado hace unos minutos.
– ¿Teníamos noticias al respecto? –inquirió ella.
– No. Se habrán extraviado. Esta zona es peligrosa para el vuelo. La Fuerza Aérea detectó enjambres de insectoides alados hace días y aún no han sido anulados.
– Nada de despertar a toda la compañía –ordenó ella-. Bastará el pelotón de caballería y el galeno. Yo misma acudiré. Que venga mi asistente si es que no ha renunciado como los anteriores.
– A la orden, peroooo en efecto: vuestro escudero ha pedido un cambio de destino, fugaz. Si os valgo yo para ayudaros a vestiros…
La boca no había acabado la frase y la cabeza ya gritaba “¡Alerta de gañán! ¡Alerta de gañán!”. La teniente miró a su subordinado con sorpresa y fiereza a partes iguales. Mientras, el lóbulo temporal izquierdo de su cerebro terminaba la decodificación de la información. Al tiempo, transmitía al lóbulo frontal izquierdo de la sesera del citado gañán, en ese lenguaje inaudible con el que se comunican nuestras mentes, “eres mu’tonto”. Sólo obtuvo por respuesta el habitual y resignado encogimiento de hombros (sí, los cerebros también hacen eso, aunque no me pregunte vuestra merced cómo).

Un rato después, veinte jinetes aguardaban al pie de sus monturas, todos completamente pertrechados y en orden de marcha. De la tienda principal salía nuestra teniente, seguida del sargento, quien se cubría del sol con una mano.
– ¿Cómo pega hoy el sol, eh, sargento? –le soltó con sarcasmo el galeno. Como todos había notado el reciente ojo morado de éste, pero era el único con el suficiente desparpajo para decirlo en voz alta.
– Menos bromitas, graciosete, o le pongo a curar los juanetes a los caballos. ¡Y ustedes! –dirigiéndose al resto del pelotón- ¡Una sonrisa más y habrá tantos dientes por el suelo que parecerá que graniza! ¡Fiiiirmes!
Si bien la caballería no está habituada a ser tratada como infantería, esta unidad prefería ser vilipendiada por su sargento que abroncada por su teniente. Los había guiado en combate durante años, salvado en incontables ocasiones y no dudarían en morir por ella… pero tenía sus cosas (“unas cosas más grandes que la de cualquier otro teniente”, circulaba entre los soldados).

Nuestra indómita guerrera montó en su alazán, más propio de Cruz que de Cara, y con un simple “¡Seguidme!”, dio por iniciada la marcha.

Llegaron al área del accidente tras apenas una hora, sin incidencias. Era lo que más escamaba a la teniente. Como compañía de reconocimiento se encontraban en vanguardia, más cerca de la frontera con la Tierra Perdida que ninguna otra unidad. Ella misma había solicitado la misión. No había ni rastro de actividad enemiga. Ninguno de los gigantescos monstruos que pululan constantemente por la zona. Tampoco artrópodos sobredimensionados, fruto de las depravadas mentes de los alquimistas de Cruz. Ni siquiera grupos de alimañas.
Un grito de socorro la apartó de sus pensamientos:
– ¡Aquí! ¡Ayuda! –escuchó tras un ligero promontorio cercano.
Eran dos voces femeninas aterradoramente familiares. Si bien su oído no terminaba de identificarlas, un escalofrío le recorría la espalda. Ante la sorpresa de su unidad desmontó y corrió hacia allí. El galeno cogió su botiquín y se atrevió a seguirla, gesto que copiaron los demás, aunque tras asegurar la zona.
La llamada de auxilio se repitió. De nuevo esa sensación, esa angustia oprimiendo su corazón mientras traspasaba la cima de aquella pequeña colina.
– No, no es posible –balbuceó en voz baja, inaudible, más aún teniendo en cuenta la protección de su yelmo.
Ante ella, el enorme cadáver de un ave de Qíahn dominaba la escena. A su alrededor, cuatro caballeros, tres oficiales de su mismo rango, estaban semitendidos en el suelo. Sus armaduras eran relucientes a pesar de la tierra y la sangre de los efectos del impacto. Su aspecto delataba que jamás habían sido utilizadas en combate. Sus cuerpos tampoco parecían muy preparados para la lucha y mucho menos su aspecto, demasiado cuidado.

Todo caballero de Cara tiene el deber de probar su valor en el Imperio de la Guerra. Defender la frontera más peligrosa es un honor, pero demasiados privilegiados obtienen puestos donde el mayor peligro es la resaca de la tercera bacanal de la semana. Ella, como tantos otros, lo asumía. Pero esta vez el dios del Espíritu había tejido una artimaña que se le antojaba excesivamente cruel.
– ¡Ayudadnos! –era la chica rojiza, ahora mujer, la de orejas pequeñas, ¡la de su pesadilla!-. ¡Nos extraviamos huyendo de un torbellino surgido de la nada y que empezó a perseguirnos! Fuimos atacados por enjambres de insectos y nuestro piloto perdió el control del ave. Caímos a tierra. Él murió aplastado –en efecto, allí estaba el cuerpo, ¡el grandullón!, quien tanto la odió hace más de un lustro.
– Y nuestro otro compañero está muy malherido -¡la chica de belleza embriagadora también estaba allí!-. ¡Ha perdido un brazo! -¡el espadachín!, no podía ser cierto.
Demasiados recuerdos. Demasiadas emociones. La brava luchadora se arranca el yelmo lanzándolo lejos buscando aire extra para sus pulmones.
– ¡Tú! –exclaman las dos féminas frente a ella, señalándola con el dedo-. ¡No!
Ella no las oye. Se lleva la mano al rostro. Todo le da vueltas. Pierde el equilibrio.
– ¡Mi teniente! –grita el galeno mientras corre para evitar su caída.
Pero es otro quien llega antes y la atrapa en su regazo. El quinto de los miembros del grupo accidentado y el único completamente calvo.
– “Pelón”… ¿eres tú? – susurra ella.
– Sí, “teniente”.
– Cuánto tiempo… ¿Qué haces con ellos?
– Ser un cobarde. Elegí permanecer a su sombra, compartir sus fiestas, su dinero, sus contactos. Vivir así es más fácil que luchar por ser uno mismo, o eso creía al principio.
– Tú no eres un cobarde. Eres un superviviente, como yo.
– No. Hay formas y formas de sobrevivir. Muchas gustan a un dios, otras a todos, pocas a ninguno. Yo he rezado por no encontrarme contigo en todo este tiempo, por no mirarme al espejo.
– Yo también rezaba por lo mismo, ya ves.
– Pensamos que nunca sucedería gracias al sistema de privilegios de nuestro “ecuánime” sociedad. Existiendo en la misma faz de Qíahn podíamos residir en dos mundos totalmente distintos.
– Es mejor que el de Cruz, ¿no?
– Para ti no. Allí respetan la voluntad, el sacrificio, la camaradería. Alaban a los mejores, a quienes son como tú. Quizás naciste en la faz equivocada de la moneda.
– Yo nunca me sentí mejor que vosotros –mintió ella. En realidad, esa había sido otra de sus armas, otra de sus muletas emocionales para superar la adversidad. “Los traumas de niño nunca cicatrizan del todo porque arañan el alma”, leyó una vez.
– Pero lo eras. Mírame, míralas –“Pelón” la semiincorporó dirigiéndola hacia sus dos excompañeras de academia. Desubicadas, se mantenían una junta a la otra dándose fuerzas. Luego alzó la voz. Quería que todos le oyeran-. ¿Por qué te acosaban en grupo? Primero tres, luego cuatro, cinco, seis… porque eras la más preparada y seguías mejorando. Sólo los dioses dirán si eres mejor persona o no, pero la envidia y la venganza de los humanos hará caballeros a quienes soporten pagar el precio y villanos a quienes no.
Ella se incorporó. Jamás se había sentido tan aliviada. Su orgullo de guerrera siempre lo había sabido, pero su corazón de humana necesitaba oírlo.
Se volvió hacia el origen de esas palabras. Extendió el brazo y acarició dulcemente su mejilla. Sonrió. Él le devolvió la sonrisa. Y por un instante…
– ¡Mi teniente! –interrumpió el sargento-. Detesto romper el momento mermelada, pero una horda de criaturas se acerca hacia aquí a toda velocidad.
– ¡El catalejo! –ordenó ella, recuperando la compostura marcial-. Vaya, vaya: una compañía de mutados de Cruz. Y vienen comandados por Guardias Alquímicos, esos despiadados malnacidos. Parece que los Esclavistas de Desdicha han proporcionado a los alquimistas de La Condenación cientos de pobres desgraciados con quienes experimentar. ¡Enviad un mensajero a la base! ¡Que todos se preparen!
– Me permitiréis luchar a vuestro lado –le preguntó “Pelón” cogiéndole el brazo derecho-. He empezado a limpiar mi conciencia y no quiero quedarme en un simple enjuague.
– Sea pues, pero sin rango. Y por cierto –encarándose a él-: nunca volváis a cogerme del brazo. ¡Y vosotras, señoras! –dirigiéndose a sus antiguas acosadoras-: ¿sabéis pelear? (silencio). Lo interpretaré como un no. En esa dirección, a las nueve, está mi campamento. No tiene pérdida. Os vendrá bien el ejercicio.
El sargento se le acerca de nuevo:
– Mensajero en camino, mi teniente. ¿Esperamos?
Ella recoge su yelmo, le mira y luego se dirige al resto del pelotón:
– Alguno de vosotros, jinetes de Cara, ¿quiere esperar?
Los diecinueve soldados, galeno incluido, dan su respuesta sin decir una sola palabra. Montan sus caballos, preparan sus armas y dejan que la adrenalina fluya por sus venas.
– Como sospechaba –responde su teniente satisfecha, mientras sube a su corcel, que piafa ansioso por la futura batalla.
– ¡Sargento, a mi vera! ¡Los demás: preparad las lanzas! ¡”Pelón”, a mi grupa! Sed misericordiosos con los mutados, pero demostradles a sus torturadores que no han escogido el mejor día para matar, sino que han elegido el peor día para morir.

Y uno tras otro, en perfecta formación, marcando líneas como sólo la orgullosa caballería de Cara sabe hacer, iniciaron la cabalgada en dirección al enemigo.

Bienvenida a Qíahn, viajera: escoge lado, elige vida.

Feliz Sant Jordi 2016
Javier Ordax